Tras varias jornadas reflexionando sobre el modo más adecuado de abordar un tema tan delicado en una época en la que hay que hilar especialmente fino para que nadie se ofenda, creo que he encontrado las palabras que estaba buscando.
Durante varios años he sido socia de un equipo de baloncesto masculino de lo que, en aquel entonces, se conocía como ACB. Cada fin de semana de partido era una fiesta absoluta. Disfrutaba como la niña que empezó a hacer deporte por obligación y continuó por pasión, con palomitas, agua y adrenalina durante cada segundo.
Recuerdo con especial cariño las dos primeras jornadas por el pabellón: en una me hice con la bufanda y en la siguiente ya no me he podido resistir a comprar la camiseta. Lo pienso y visualizo filas interminables para entrar al recinto, pero también para comprar comida, bebida y cualquier artículo relacionado con el club. Aquello no era lo que se intuía por la tele, era un millón de veces mejor sentirlo en directo.
Siempre pensaba en todos los niños y niñas que a tan cortas edades se emocionaban con cada canasta. Sentía envidia. Ojalá haber vivido yo eso desde tan pronto. Me parecía imposible que cualquier criatura que formase parte de aquel ambiente se pudiera marchar a su casa sin querer probar a lanzar un balón hacia una canasta.
Sin embargo, desde hace ya varios años sigo mucho más de cerca el baloncesto femenino, también de la mejor liga española, y me entristece profundamente todo lo que viene a continuación.
He vivido partidos de liga EBA con mucho más público del que frecuenta algunos pabellones de clubes de LFEndesa. Ver la mitad, o tres cuartas partes de varios pabellones vacíos en los que jugadoras profesionales, con un talento y un nivel deportivo envidiables se dejan la piel, me produce rabia. Saber que de ese grupo reducido que asiste con regularidad, una parte son jugadoras de categorías de formación me devuelve a ratos la esperanza.
Una esperanza que se marchita de nuevo cuando esas niñas no llegan a los pabellones y están llenos de stands con camisetas de sus jugadoras favoritas ni las bufandas del club. Una esperanza que se oscurece al saber que la otra parte de esos equipos está ese mismo día en otro pabellón aplaudiendo a un equipo masculino.
Quizás muchas personas discrepéis con lo que estáis leyendo ahora mismo porque vivís o seguís a alguno de los equipos con mayor presupuesto o más afición a pie de pista cada fin de semana. Si estás entre esas personas, te felicito. Y te envidio, mucho.
Pero tanto en LF Endesa como en LF2 lo más habitual es lo que describo. Y lo describo y lo escribo sin afán de críticas directas ni búsqueda de culpables. Lo describo y lo escribo para que seamos conscientes de que el abismo sigue latente y todos y todas tenemos responsabilidad en que así sea.
Que una jugadora de baloncesto en categorías de formación solo tenga referentes masculinos dentro del deporte que practica no es una cuestión de dinero, sino de educación deportiva y tiempo invertido en presentarle lo que no sale en prime time un domingo.
Ya no entro a valorar la igualdad salarial para jugadorxs, entrenadorxs o fisios, ni tampoco la retransmisión de partidos en plataformas con mayor o menor accesibilidad para que cualquiera tenga opción de ver el partido. De lo que hablo hoy aquí es de que me parece que conocer a Curry o a Llul, pero no tener ni idea de quiénes son Sue, Taurasi o Queralt tiene delito.
Y entendiendo que todo gira alrededor de intereses y dinero y quien más genera es quien más cobra, propongo pequeños pasos para que el interés pueda crecer y, por consiguiente, el consumo y la demanda empiecen a ser sinónimo de más economía.
Imagen vía: FIBA
#EntraEnLaZona
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